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miércoles, 21 de mayo de 2014

Cuando llueve, inerte su cuerpo

No lo conocía más que por su nombre de pila, “El Peine”. Lo había visto algunas veces en el complejo ya que era mi vecino, pero sólo eso. Puerta abajo, chico muerto en la casa. Vecinas  horrorizadas,  amigxs que comienzan a llorar. Todxs lloran bajo la lluvia que aún no cesa .
Alrededor de las dos y media, el golpeteo de una puerta, luego las ventanas. Entonces me acerco a la cocina y al mirar por la ventana puedo ver lo que sucede; dos chicos golpean a puerta y ventanas de un departamento que se encuentra en diagonal al mío, sobre el ala contraria a la mía. Pero el inquilino del departamento 14 nunca saldrá.
 Ante la falta de respuesta, los dos jóvenes se inquietan, abren las ventanas para intentar ver qué sucede y no lo ven en la cama, golpean aún más fuerte. Se desesperan y le piden a la vecina del departamento de enfrente, que salía también a averiguar qué sucedía, que por favor llame a la policía, que luego de veinte minutos llega al complejo, en Mendoza y Canalito. Sin sacar el cigarrillo de sus bocas, dos policías se encargan de tirar la puerta abajo, no es una sorpresa, el chico del 14 ahorcado.
Oigo ruidos detrás de mi puerta, mi vecina de al lado salió y pregunta con preocupación qué pasa. Entonces yo, con descaro, sosteniendo una taza de té en una mano y un cigarrillo en la otra, le contesto que al parecer murió un chico. Para mi sorpresa ella comienza a llorar y mira hacia el ala contraria. Desde allí una de las vecinas, con la voz entrecortada escupe: se ahorcó -de verdad es como si lo escupiera, porque duele y desgasta-. Es incontenible.
Aparentemente “El Peine” se llevaba bien con varixs de lxs vecinxos, de algunxs era amigo incluso. Mi vecina de al lado, atónita con la noticia, con tono desesperado cuenta a lxs que estamos allí que media hora antes ella lo había acostado porque sintió que alguien se caía en las escaleras y era “El Peine”, que estaba mal. Pero que después de eso volvió a su departamento y no pensó que podía hacer una cosa así.
Mi vecina y la joven que le ha dado la noticia, también vecina, se miran con amargura, arde el dolor y es compartido, las dos con sus caras corroídas y los ojos desencajados. Y yo sólo veo sus caras, apoyada en la baranda, contemplando el dolor que no siento, escuchando sus llantos. Habiendo dicho, mi vecina,  que estuvo con “El Peine”, en lo que fueron al parecer sus últimos momentos con vida y por tanto, siendo al parecer la última persona que lo vio con vida, los cinco efectivos que estaban presentes se trasladaron con rapidez a “nuestro ala” para tomarle declaración. Yo vuelvo a mi departamento pero escucho desde adentro lo que les dice ella; de las palabras desgarradoras  de antes, sólo queda el discurso objetivo y medido del suceso, y no es de sorprender, la posibilidad de imaginar en su cabeza estar implicada en una muerte que inicia su etapa de investigación, la ubica en su lugar.
“El Peine” que pisaba los veintiuno, no era de acá, venía de Esquel y allá “El Peine” aún no está muerto, los policías no están acá y yo no escribo esto. La familia todavía no es notificada del hecho. El dolor se expande lento porque su efecto es seguro cuando llega a destino.
Policías que llegan se encuentran con los ya presentes; entre ellxs una mujer joven, que supongo perito porque con cámara en mano ingresa al departamento. Se sonríen al saludar, no tienen por qué disimular ser testigos inmunes de esta tragedia; al igual que yo, que no dejó de estar presente desde mi ventana.
Parado en la puerta del departamento 14, uno de los policías observa con la mirada apuntando hacia arriba y en dirección izquierda dentro de la casa, el cuerpo ilustre del muerto. De acuerdo a mi casa, él se mató en el baño. Me pregunto en qué piensa ese policía ahora. lxs amigxs del fallecido suben y bajan las escaleras, lxs chicxs se agarran la cabeza la mayor parte del tiempo y las mujeres suspiran en cada paso que dan, porque hace más de veinte minutos que la policía solicitó la ambulancia. Desde el único hospital público hasta acá hay alrededor de veinte cuadras. Pero qué importa, si ya no hay vida que salvar en ese cuerpo que comienza su etapa de descomposición.
Llega Julián, que antes era también vecino en este complejo de veintinueve departamentos. Comienza a decir, como puede, como se lo permiten las palabras que salen de a tirones, que “El Peine” le dejó un mensaje de voz en el teléfono diciendo que iba a ahorcarse. Por alguna razón Julián no pudo atender.
                “El Peine” acaba de morir también en Esquel. Un policía avisa a lxs amigxs, después de tomarles declaración, que  acaban de avisar a la familia y les solicita que se retiren a descansar. Se van todxs, a excepción de las vecinas que viven acá.
                Sólo un hombre vino a retirar el cuerpo ya demasiado inerte. Decide dejar abajo la camilla metálica que ha retirado de la caja de la camioneta ya que es casi imposible subirla. Toma la colchoneta de lona naranja que cubre la camilla y se dirige al departamento acompañado del policía que lo había recibido. Dos minutos más tarde el cuerpo es literalmente arrastrado escaleras abajo. Una zapatilla asoma. El roce de la lona naranja contra los escalones es lo único que se escucha en esta noche de gran luna. O será que el sonido del espanto resuena más fuerte.
                Luego de renegar alrededor de cinco minutos con la camilla que parecía no volver a entrar, cerraron la caja y los tres hombres volvieron a subir. Y ahí estaba “El Peine”, solo en la caja de la camioneta. Solo en la nada. El cuerpo, el hombre y la noche se van. Lxs gatxs vuelven a maullar, los autos comienzan a andar y el cielo está claro y fresco. El celular de uno de los policías suena, música clásica.

                Pronto le van a hacer una autopsia a “El Peine”. Pronto esto no será más que un pedazo de tiempo que fue. 

sábado, 17 de mayo de 2014

La existencialidad de la charla

                Un día decidimos juntarnos y ahí estábamos: cuatro personas y tres atados de cigarrillos listos para ser víctimas del truco un martes por la noche.
                “Ah, bueno, ¡hay gente que cree en los reyes magos!”- comenta Cristian con un tono burlón, a lo que le retruco ¿y vos? ¿en qué creés? “Creo que alguna vez piensas en mí,creo poder captarlo –canta una canción, piensa unos segundos y retoma su respuesta- no creo en nada. ¿Tenemos que ser algo?”. “Ya no sos nadie, ¿qué más querés ser?” comenta Chechi desde el costado de la mesa.
                El ambiente es amistoso, varias miradas que se cruzan al igual que las conversaciones, que por momentos se cortan para reaparecer más tarde convertidas en nuevas ideas. El tema salió de manera imprevista, cuando hablamos sobre qué pensamos cuando nos lavamos los dientes.
                -Chechi: yo me levanto y me cepillo los dientes. Pienso cómo tenés que usar correctamente el cepillo y esas cosas, como técnicamente, digamos.
                -Cristian: a mí me gusta estar tranquilo todo el tiempo, todo el tiempo. Me gusta la técnica de cepillarme los dientes porque me cepillo muy rápido y muy bien. ¿Qué me motiva a levantarme todos los días? A mí, no hay nada que me motive cuando me levanto, lo hago porque lo tengo que hacer.
                Alexis Oscar García o Chechi es un zapalino de 23 años. Un morocho punk skater con cara de mafioso y una voz particular. Particularmente aguda. No deja de hablar y varias de sus muecas cotidianas salen a flote mientras nos dice que estés bien o estés bajón, estás pensando en vivir y afrontar el día; pero no lo pensás. “Te levantás y vivís el día sin pensarlo, sabes que tenés que vivir para ser feliz; vivís siendo feliz”.
                El tema de las creencias siguió rondando durante el juego, al igual que las cartas y la música cada vez más fuerte. Hicimos un trato: quien perdía la ronda, tomaba un trago de vodka. Así siguieron surgiendo algunos interrogantes. Ante la pregunta ¿creés en que las cosas de nuestra vida cotidiana están determinadas por algo? Chechi responde que tal vez puede haber algo determinado pero vos lo terminás haciendo a tu manera. Y agrega: “yo creo que las personas o las vidas que no tienen  nada por hacer son las que se suicidan. Nosotros tenemos muchas vidas. Uno se suicida cuando ya cumplió su ciclo; es que nacemos para morirnos”. ¿Cómo que nacemos para morirnos? replica Cristian.
La pregunta queda flotando sin que nadie se anime a responder.
                Cristian González tiene una voz que oscila entre lo agudo y lo suave. Antes de hablar, sonríe y hace un gesto típico de escucha atenta. Por momentos parece ser una persona totalmente distinta, como retrotraído buceando en su cabeza para dar con alguna idea o tan solo pensando o escuchando lo que decimos. En esos momentos aprovecha para dibujar. Mientras tanto, haría la afirmación más certera de la noche: pertenecemos a un orden mayor.
Un muchacho como yo 
                “Sobre la mayoría de las cosas que hacemos en nuestros días no tenemos control. Pero no es una forma de no hacerse cargo de lo que pasa, sino de aceptar que en realidad uno es parte de algo mayor. Entonces uno no es como un dios, en nuestra tierra, que puede controlar como quiere sus pensamientos, sus sentimientos, sus cosas. Por eso estamos en un orden mayor. Mi actitud es reconocer que estoy en ese orden mayor. Así la vivo, me despierto a la mañana y no es que diga ’yo soy el culo del mundo’ sino que  digo bueno, soy un ‘cacho’ de todo esto que está pasando, entonces tomás perspectiva”.
                Al terminar el partido -vale destacar la victoria con mi compañera Elisa-, además de llevarnos los treinta puntos del truco, nos fuimos con varias ideas en la cabeza.

                 “Uno no termina de saber por qué hace las cosas, a veces. Casi siempre”, dirá Cristian al final de la noche.