No lo conocía más que por su nombre de pila, “El Peine”. Lo
había visto algunas veces en el complejo ya que era mi vecino, pero sólo eso.
Puerta abajo, chico muerto en la casa. Vecinas horrorizadas, amigxs que comienzan a llorar. Todxs lloran
bajo la lluvia que aún no cesa .
Alrededor de las dos y media, el golpeteo de una puerta,
luego las ventanas. Entonces me acerco a la cocina y al mirar por la ventana
puedo ver lo que sucede; dos chicos golpean a puerta y ventanas de un departamento
que se encuentra en diagonal al mío, sobre el ala contraria a la mía. Pero el
inquilino del departamento 14 nunca saldrá.
Ante la falta de
respuesta, los dos jóvenes se inquietan, abren las ventanas para intentar ver
qué sucede y no lo ven en la cama, golpean aún más fuerte. Se desesperan y le
piden a la vecina del departamento de enfrente, que salía también a averiguar
qué sucedía, que por favor llame a la policía, que luego de veinte minutos
llega al complejo, en Mendoza y Canalito. Sin sacar el cigarrillo de sus bocas,
dos policías se encargan de tirar la puerta abajo, no es una sorpresa, el chico
del 14 ahorcado.
Oigo ruidos detrás de mi puerta, mi vecina de al lado salió y pregunta con preocupación qué pasa. Entonces yo, con descaro, sosteniendo
una taza de té en una mano y un cigarrillo en la otra, le contesto que al
parecer murió un chico. Para mi sorpresa ella comienza a llorar y mira hacia el
ala contraria. Desde allí una de las vecinas, con la voz entrecortada escupe: se ahorcó -de verdad es como si lo escupiera, porque duele y desgasta-. Es
incontenible.
Aparentemente “El Peine” se llevaba bien con varixs de lxs
vecinxos, de algunxs era amigo incluso. Mi vecina de al lado, atónita con la
noticia, con tono desesperado cuenta a lxs que estamos allí que media hora antes
ella lo había acostado porque sintió que alguien se caía en las escaleras y era
“El Peine”, que estaba mal. Pero que después de eso volvió a su departamento y no pensó que podía hacer una cosa así.
Mi vecina y la joven que le ha dado la noticia, también
vecina, se miran con amargura, arde el dolor y es compartido, las dos con sus
caras corroídas y los ojos desencajados. Y yo sólo veo sus caras, apoyada en
la baranda, contemplando el dolor que no siento, escuchando sus llantos.
Habiendo dicho, mi vecina, que estuvo
con “El Peine”, en lo que fueron al parecer sus últimos momentos con vida y por
tanto, siendo al parecer la última persona que lo vio con vida, los cinco
efectivos que estaban presentes se trasladaron con rapidez a “nuestro ala” para
tomarle declaración. Yo vuelvo a mi departamento pero escucho desde adentro lo
que les dice ella; de las palabras desgarradoras de antes, sólo queda el discurso objetivo y
medido del suceso, y no es de sorprender, la posibilidad de imaginar en su
cabeza estar implicada en una muerte que
inicia su etapa de investigación, la ubica en su lugar.
“El Peine” que pisaba los veintiuno, no era de acá, venía
de Esquel y allá “El Peine” aún no está muerto, los policías no están acá y yo
no escribo esto. La familia todavía no es notificada del hecho. El dolor se
expande lento porque su efecto es seguro cuando llega a destino.
Policías que llegan se encuentran con los ya presentes;
entre ellxs una mujer joven, que supongo perito porque con cámara en mano
ingresa al departamento. Se sonríen al saludar, no tienen por qué disimular ser
testigos inmunes de esta tragedia; al igual que yo, que no dejó de estar
presente desde mi ventana.
Parado en la puerta del departamento 14, uno de los
policías observa con la mirada apuntando hacia arriba y en dirección izquierda
dentro de la casa, el cuerpo ilustre del muerto. De acuerdo a mi casa, él se
mató en el baño. Me pregunto en qué piensa ese policía ahora. lxs amigxs del
fallecido suben y bajan las escaleras, lxs chicxs se agarran la cabeza la mayor
parte del tiempo y las mujeres suspiran en cada paso que dan, porque hace más
de veinte minutos que la policía solicitó la ambulancia. Desde el único
hospital público hasta acá hay alrededor de veinte cuadras. Pero qué importa,
si ya no hay vida que salvar en ese cuerpo que comienza su etapa de
descomposición.
Llega Julián, que antes era también vecino en este complejo
de veintinueve departamentos. Comienza a decir, como puede, como se lo permiten
las palabras que salen de a tirones, que “El Peine” le dejó un mensaje de voz
en el teléfono diciendo que iba a ahorcarse. Por alguna razón Julián no pudo atender.
“El Peine” acaba
de morir también en Esquel. Un policía avisa a lxs amigxs, después de tomarles
declaración, que acaban de avisar a la
familia y les solicita que se retiren a descansar. Se van todxs, a excepción de
las vecinas que viven acá.
Sólo un hombre
vino a retirar el cuerpo ya demasiado inerte. Decide dejar abajo la camilla
metálica que ha retirado de la caja de la camioneta ya que es casi imposible
subirla. Toma la colchoneta de lona naranja que cubre la camilla y se dirige al
departamento acompañado del policía que lo había recibido. Dos minutos más
tarde el cuerpo es literalmente arrastrado escaleras abajo. Una zapatilla asoma.
El roce de la lona naranja contra los escalones es lo único que se escucha en
esta noche de gran luna. O será que el sonido del espanto resuena más fuerte.
Luego de renegar
alrededor de cinco minutos con la camilla que parecía no volver a entrar,
cerraron la caja y los tres hombres volvieron a subir. Y ahí estaba “El Peine”,
solo en la caja de la camioneta. Solo en la nada. El cuerpo, el hombre y la
noche se van. Lxs gatxs vuelven a maullar, los autos comienzan a andar y el
cielo está claro y fresco. El celular de uno de los policías suena, música
clásica.
Pronto le van a
hacer una autopsia a “El Peine”. Pronto esto no será más que un pedazo de
tiempo que fue.